miércoles, 27 de abril de 2011

Luz

Uno de esos días, al final de una semana llena de trabajo, dolores de cabeza y problemas. Hastiado de la vida monótona y sin sentido. Decidí alejarme de la civilización y sintonizar mis neuronas en otra transmisión un tanto más relajante.

Y mochila en mano, y sin ningún acompañante, decidí dejar atrás mi ciudad y pasar unos días en el campo.  Llegué bastante lejos, o al menos lo suficiente como para sentirme alivianado, libre de mis cadenas invisibles de típico citadino.

Y cuando llegó el ocaso, la oscuridad me sorprendió, frente a una mesita humilde y maltrecha. Estaba en un rústico, pequeño y casi imperceptible restaurant al borde de una carretera. Un perro flaco me dio la bienvenida al llegar, y se quedó en la puerta. Una mujer se acercó a mi mesa para preguntar si quería algo de comer.

Un café, tal vez demasiado aguado, fue lo que solicité a la maltratada mujer. Ella tenía un ojo morado y un pómulo inflamado. Trataba de esconder el rostro tras un cabello desgreñado y descuidado.

- ¿Disculpe a qué hora cierra?- pregunté, tratando de desviar la mirada de aquel moretón, tan enorme que me resultó inútil el siquiera intentarlo.

- Abro toda la noche, muchos choferes pasan a comer. Además debo de esperar a mi marido.
Fácilmente adiviné la historia, el marido era un alcohólico y, no estando en sus cabales, golpeaba a su mujer.

La fatigada mujer se alejó y desapareció tras una rechinante puerta. De seguro la cocina.

Mientras saboreaba, o al menos ponía el mayor empeño en encontrar algo que me supiera a café en aquella tacita, decidí retornar a mi vieja manía. Escribir.

Mi mente revoloteó sin sentido, imágenes del lugar en el que estaba, la cuidad, el trabajo, ella. Porque inconscientemente, siempre hay una “ella”. Muchas estuvieron a mi lado, algunas se ganaron mi cariño. Pero una, “ella”, era a quien recordé al instante.

Tomé a mi viejo confidente, ese cuadernito algo envejecido, no por el maltrato… sería una infamia. El uso, las tantas idas y venidas, lo habían dejado así. Lo llevaba a todos lados, era como una extensión mía. 

Lo abrí, y comencé.

“Nunca olvidaré su rostro. Yo era un niño, y ella era la hermosa quinceañera que tenía por vecina. Adoraba verla en la mañana, corriendo para no perder el autobús. 

Yo iba a una escuela del barrio. Y ella a una escuela católica sólo para niñas. Las monjas habían impuesto un uniforme escolar, tan discreto que más parecía una sotana. Pero aún así ella se veía linda.

Mis padres acostumbraban viajar seguido, viajes cortos de trabajo. Mi madre, más que mi padre. 

Era normal pasar un día solo con papá. Y no era extraño pasar un día a la semana, sin ambos, solo con la compañía de una tía. Eran días realmente horribles los que pasaba con mi tía.

La tía Sandra era… especial. No me dejaba comer azúcar, no me dejaba correr en la casa, menos en el patio, porque según ella podría caerme, luxarme una articulación, o provocarme una fractura expuesta que muy probablemente se infectaría, provocaría gangrena y tendrían que amputarme la pierna.

No podía tomar sodas, o salir a jugar con los chicos del barrio, estaba prohibida la televisión. Prácticamente no podía ni entrar al baño, sin que la tía Sandra me diera una reprimenda con una extensa explicación de porqué no debo hacerlo.

En parte la entiendo, debe de ser rudo quedarse con un chico, tan travieso como lo fui yo en mi infancia. Y peor aún, cuidar de él cuando toda la vida la pasaste sola. Pobre tía solterona. No sabía cómo lidiar con la responsabilidad de cuidar a un pequeño.

Mis padres se dieron cuenta del problema, y no fui yo el soplón. La misma tía confesó sentirse incómoda. Y llegaron a una solución, la tía se quedaría en casa, pero pagarían una niñera para que me cuidara.

“Qué vergonzoso”, pensé yo. “Si ya soy todo un hombre, no pueden ponerme una niñera como a un bebé.  ¡Soy un hombre, caramba!… Si hasta estoy enamorado”, y así, comenzó el desfile de niñeras.

Todas venían, una vez y solo una vez y ya no regresaban a cuidarme. Mis padres se veían en el predicamento de buscarme una nueva niñera para cada semana.

- Buenos días Blanca. ¿Cómo se portó  mi Leo?
- Bien señora- Contestó una de mis últimas niñeras, con la vista perdida y una sonrisa tonta en la cara.
- ¡Mamá, los monstruos vinieron en la noche!
- Ay Leo, otra vez ese cuento tuyo. Ya estás grandecito, deja eso. Gracias Blanca, te espero el jueves de la próxima semana

Y … Blanca no volvió. Recibí como cada semana tremenda reprimenda de mis padres.

- ¡Leandro, ya basta de espantar niñeras! Si espantas una más, volveremos a dejarte solo con la tía Sandy.

El terror llegó a mis oídos, No podía soportar la idea de pasar días con mi tía. Sin televisión, sin amigos, sin juegos, y comiendo… puré de papas todo el día. Y es que mi tía sólo me permitía comer puré. 

Pero no era cualquier puré, era L.A.V.P.T.S, traduciendo,  “La Asquerosa Versión de Puré de la Tía Sandy”. Patatas, sin sal, sin mantequilla, sin nada. Papa y ya, con aquel sabor a quemado de añadidura. Ya que ella insistía en que la comida debe estar bien cocida. “Cocida, no quemada”, pensaba yo.

Y así, mi semana fue terrible, sufría al pensar que no tenía salvación. Tenía que hacer que la siguiente niñera se quedara con el trabajo semanal. Era situación de vida o puré. 

Llegó el jueves, no había noticias de niñera alguna. Y en medio del desayuno, sonó el teléfono. Mi padre corrió a contestar. Y regresó a la mesa con una sonrisa de oreja a oreja.

- Amor, prepara las maletas. Leo ya tiene niñera.
- ¿Quién?
- Amanda

Mi corazón dio un vuelto y hasta podría jurar que salió de su lugar subió por mi garganta, tocó el cereal que bajaba por ella y regresó a su sitio.

Amanda era “ella”, era mi amor platónico, mi vecina. Nunca había hablado con ella, siempre salía disparado cuando ella me saludaba desde lejos con aquella sonrisa. Era mi primer amor, mi amor de niño. Y vendría a mi casa esa noche.  

Quisiera contar como me sentí durante el día, pero no puedo. Simplemente no lo recuerdo. Estaba tan emocionado y nervioso que no sé a ciencia cierta cómo logré pasar el día.

Llegué con prisa a casa, mis padres ya no estaban, se despidieron de mí en la mañana. Corrí a mi habitación y comencé a ordenar. Si, ni yo me lo creía en ese momento, comencé a ordenar mi “chiquero”, cómo llamaba mi madre a mi habitación desordenada.  

Escondí todo lo que me pareció vergonzoso, juguetes y cosas que no utilizaría un adolescente. Debía de parecer maduro. Incluso, cambié todos mis mejores cromos por el poster de una banda de rock famosa, con un chico grande de la escuela. Mi primer sacrificio en pos de guardar la imagen frente a las damas. 

Pero si todo salía bien, estaría tomando su mano en unas cuantas semanas. Bueno era un niño, solo aspiraba a que me tomara de la mano. En la escuela sería el héroe de mi todo mi grado si lo conseguía y de los siguientes dos grados si lograba darle un besito de pico.

Bajé las gradas corriendo, escuché la voz de la tía Sandy gritando “¡No corras, te producirás un traumatismo encéfalo craneano! ”  Pero me hice el convenientemente sordo. Corrí al baño, me peine y re peiné. “Rayos, ¿Cómo se peina uno para ser atractivo?”, pensé.

Y entonces, cuando creí que tenía el peinado perfecto, sonó el timbre. Y del nerviosismo volví a despeinarme el pelo con las manos. Era ella.

Corrí a la puerta, pero mi tía se anticipó. Amanda estaba tan linda. El pelo sujeto con una cinta, su delicado y largo cabello con risos cayendo con gracia hasta media espalda. Esos ojitos suyos, los ojos oscuros, que nada tenían que envidiar a los más bellos ojos azules o a los más cautivantes ojos verdes.

Aquella sonrisa que deslumbraba como el sol. Y para completar su belleza ese lunar en la mejilla. Era como la cereza al final de la crema en mi helado favorito de tres chocolates. Me saludó, agitando la mano.

- Hola Leandro- Y yo sentí ganas de salir disparado como siempre, y esconderme. Pero, me había llamado Leandro, no Leandrito. Respiré hondo y entonces dije lo más sensato que pude haber dicho en toda mi vida de galán al estar frente a una hermosura.

- Hola

Me sonrió y por invitación de mi tía se fue con ella a la sala. Amanda traía unos libros en brazos.

- Debo hacer mi tarea, tengo que entregar un trabajo de algebra. Ya lo tengo hecho pero quisiera comprobar resultados

“Bonita y además inteligente”, pensé.

-¿ Y, qué sugieres para la cena? Te rogaría me dieras una mano, no soy muy buena en esto- Confesó la tía Sandy.

- ¿Y por qué no ordenamos una pizza? No creo que a Leandro le haga daño una de vez en cuando.

Mi alegría era incontenible mientras susurraba en mi mente “No podría ser más perfecta”. Y llegó la hora de ir a dormir, con el estomago lleno y contento.

Fui a mi cama, me acosté y como siempre dejé la lámpara de la mesita de noche encendida. En medio de mi más profundo sueño escuché un ruido. Desperté y vi que Amanda entraba a mi habitación.  Por un momento me sentí dichoso, pero luego…

- ¿Qué haces? ¡No puedes entrar aquí!- Chillé
- Pero Leandro, solo vengo a apagar tu lámpara.
- ¡No, no la apagues!

Ella extendió el brazo, y fue inútil mi esfuerzo, apagó la lámpara. Y despertó mi más grande temor. Comencé a sollozar, a lamentarme como un bebé. El mismo ruido que invade mi oscuridad retumbó en las paredes. El sonido que se oye al quebrarse un cráneo. Cerré los ojos y esperé que se fuese la oscuridad con mis miedos.

A la mañana siguiente.

- Hola Amanda. ¿Cómo se portó mi Leo?
- Como un ángel señora

Había vuelto a suceder, habían regresado los monstruos de la oscuridad. Le habían roto la cabeza a mi niñera, se habían devorado su interior y la habían reemplazado. Una mirada perdida y una sonrisa tonta eran las únicas pruebas de que Amanda, ya no era Amanda”

- ¿Pero qué tenemos aquí?- Interrumpió mi escritura un hombre extremadamente ebrio.- Con que nos visita la realeza.- Continuó, con la clara intensión de enfadarme.

Hice caso omiso y continué escribiendo a pesar de las constantes interrupciones del que sin lugar a dudas era el marido de la dueña del restaurant.

“Aquellos monstruos despiadados, se escondían bajo mi cama, bajo mi mesa, bajo las sillas. Y…”
 - ¡Y me estas ignorando, maldito!

“bajo las sillas. Y aprovechaban el momen…”

- ¡No me ignores, inútil. Holgazán que se cree pensador!

“Y aprovechaban el momento en el que se va la…”

- ¡Mírame, escritorcillo!

Pero no pude verlo, ni escucharlo, ni escribir. Porque se fue la luz.


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