Uno de esos días, al final de una semana llena de trabajo, dolores de cabeza y problemas. Hastiado de la vida monótona y sin sentido. Decidí alejarme de la civilización y sintonizar mis neuronas en otra transmisión un tanto más relajante.
Y mochila en mano, y sin ningún acompañante, decidí dejar atrás mi ciudad y pasar unos días en el campo. Llegué bastante lejos, o al menos lo suficiente como para sentirme alivianado, libre de mis cadenas invisibles de típico citadino.
Y cuando llegó el ocaso, la oscuridad me sorprendió, frente a una mesita humilde y maltrecha. Estaba en un rústico, pequeño y casi imperceptible restaurant al borde de una carretera. Un perro flaco me dio la bienvenida al llegar, y se quedó en la puerta. Una mujer se acercó a mi mesa para preguntar si quería algo de comer.